martes, 28 de octubre de 2014

LOS PULPOS

por Juan Carlos Alarcon

Yo sé, yo sé que ese próximo amor
será para mí la próxima derrota
(Jacques Brel "Oeuvre Intégrale")


Hay secretos de familia y secretos individuales, y en los pueblos los secretos son más grandes, más secretos y más pesados. Lo dicen todos los psicólogos que nacieron en pueblos. Cuando era joven y escuchaba eso me reía porque yo mismo venía de un pueblo y mi familia también tenía su secreto. Nosotros nos habíamos instalado en París donde debía escribir un libro sobre el pensamiento filosófico de los escritores del siglo 18. Por ese entonces, yo contaba 45 años y trabajaba como profesor en un sórdido establecimiento de la periferia de París.
 
Ella se llamaba Nadège y jamás supe el origen exacto de su nombre aún cuando me dijera que era sueco. Tampoco supe bien el lugar de donde provenía, pero reconozco que nunca me importó demasiado. El primer día que la conocí me llamó la atención su risa ática, altanera y cautiva, bastante contradictoria con la tristeza de sus ojos.

Nadège tenía 21 años, piernas largas bien formadas y poblada de minúsculos lunares, como si fueran pequeñísimas islas de placeres epicúreos. Ella tenía la mirada color miel y su cabellera castaña clara, con reflejos dorados, que le caía en cascada por encima de sus hombros siempre desnudos. En resumen, Nadège era hermosa y se destacaba en cualquier sitio que estuviera, como esas rosas rojas en los jardines de Luxemburgo del barrio latino.

No sé si la empecé amar en el mismo instante de nuestro primer encuentro o si ya la amaba antes de conocerla, porque recuerdo que otro profesor de matemáticas me había hablado de ella algún tiempo antes y desde entonces había despertado mi curiosidad. De todas maneras, por Nadège, estaba dispuesto abandonar todo: mujer, hijos, amigos y trabajo. Lo que se dice todo ¡Y todo abandoné...!



A los 21 años, el amor se vive con una pasión espontánea y explosiva. Nuestra relación fue así, salvaje, ácrata y posesiva, al igual que el amor de los pulpos que se abrazan pegándose por sus tentáculos mientras se golpean con saña contra las rocas despidiendo un líquido viscoso y negro que termina tiñendo el mar por todos los costados. Nosotros fuimos iguales y, poco a poco, nos fuimos alejando del mundo hasta quedar prisioneros en un cuarto miserable de la zona baja de Montmartre, como si la enfermedad de nuestro amor iconoclasta nos hubiera puesto marcas epidérmicas que ahuyentaba la gente. Nadie quería vernos y nosotros tampoco queríamos ver a nadie; nuestra historia nos pertenecía sin complejos y no estábamos dispuestos a compartirla con ninguno.

Un cuarto sombrío, con míseros muebles de ocasión, fue nuestro universo idílico, ese paisaje multicolor de un país sin carreteras ni fronteras, donde el amor -y nada más que el amor- podía llegar a sobrevivir. Un amor tan nuestro como egoísta que nos unió fundiéndonos en una sola entidad de cariño lenitivo ¿Qué más se le podía pedir a la vida en ese entonces? ¿Qué otro destino podía compararse con esa felicidad? Difícil de pensarlo, tampoco llegué a encontrar una explicación racional a ese período de mi vida.

El tiempo transcurría así, entre primaveras florecidas y otoños cálidos; fue hasta que comprendí que, el amor, podía ser también un roedor salvaje que nos devoraba sin piedad por dentro. El amor, que había engullido mi corazón comenzó a carcomer lentamente mis entrañas, mi existencia, mis fuerzas intrínsecas de sobre-vivencia. Y nuestro amor fue así, ardiente, brutal, impío, bebiéndose nuestra sangre para aniquilarnos, consumiéndonos íntegro.

Hay amores que son tiernos y calmo, como simples encuentros de flores en las esquinas; hay esos que son violentos vividos con celos y desconfianza; pero, también están esos otros, como fue el nuestro, salvaje, primitivo, con una fuerza sibarita engendrando la corrupción de la carne. Entonces, la realidad muda de faceta y nos volvemos esclavos, marginales, temerosos de perder lo conquistado y tratamos de comprar los afectos a cualquier precio.

En esa época yo no tenía 21 años como Nadège sino 45 o 46 y a ese ritmo sicalíptico no podía llevarlo eternamente. Tendría que haberlo comprendido desde el principio, porque la experiencia es el cúmulo de una vida cotidiana. Pero no lo comprendí y me fui invistiendo de deseos infinitos, inagotables y siempre renovados. Con el tiempo, comencé a sentir las consecuencias y mi cuerpo empezó a debilitarse, a volverse enteco y latoso; casi no me alimentaba y la mayor parte del día lo pasaba consumiendo bebidas alcohólicas, buscando elementos donde reafirmar mis energías para continuar avanzando en la carrera contra el diablo. Yo sabía que en el mismo instante que no pudiese hacer más el amor, todo el castillo de cristal caería al piso en miles de pedazos, porque ese amor estaba compuesto únicamente de sexo y ella partiría abandonando la presa que ya no la satisfacía. Nadège había nacido para amar y ser amada y su existencia de sacerdotisa pagana florecía rejuvenecida desde el placer insaciable del acto sexual, mil veces repetido cotidianamente.

Al alcohol lo permuté por la droga y con la droga se reanudó nuestro lecho siempre nupcial y nuestros cuerpos se inundaron de nuevas caricias, de besos torpes y de una angustia demente por no poder detener ese destino. La amé como ningún otro hombre pudo haberla amado. Le ofrecí el agua de los mares, sus flores acuáticas y la pasión desmesurada de los pulpos. Le ofrecí mi universo perplejo, mis pensamientos y mi vida íntegra. Y ella lo tomó todo, como esas arenas sedientas del desierto.

A veces, cuando ella dormía, yo aprovechaba para salir a la calle y caminar hasta la plaza Clichy. Pero también eso comenzó a producirme un esfuerzo grande a causa de mi debilidad y entonces retornaba lentamente al cuarto lúgubre donde Nadège me esperaba con sus brazos abiertos, con su sonrisa cautivante y su mirada color miel-cielo; siempre con sus efervescentes deseos de posesión, esos deseos que se asemejaban a un abismo sin fondo, sin límites.

¿Cuánto tiempo vivimos en esas condiciones? ¿Cuántos días, semanas y meses y años habitamos la fiebre de una cama que me aniquilaba paulatinamente y del cual yo era consciente? ¿Cuántas veces me negué a despertar de mis sueños agitados para no encontrarme en el torrente de sus caricias tiernas y perversas? ¡No lo sé...! Aún hoy no lo sé. Pero recuerdo, que mientras más iba dejando regazos de mi vida sobre ese lecho impregnado con sudores, alcoholes y drogas, Nadège parecía alimentarse con el amor y rejuvenecía cada vez más. Día a día ella se transformaba en un nuevo pimpollo de rosa, sensual, provocadora y más hermosa que nunca ¿Es que la pasión de dos seres que se quieren, como nos quisimos nosotros, no fue el juego satánico y delirante del destino? ¿Es que nuestro amor no se podría comparar con el amor de los pulpos? Yo la amaba, y ella no quería otra cosa que amor. Yo la deseaba, y ella no pretendía otra cosa que ser deseada. Yo me entregaba con vida y alma, y ella no buscaba otra cosa que una vida y un alma en mi persona. Yo moría inevitablemente, perdiéndome entre la geografía de su cuerpo adolescente, y Nadège renacía con mayor ahínco plena de vida y de nuevas ansias.

No sé en qué momento, ni cómo ni cuándo, no sé si fue de noche o de día, pero de repente comprendí que estaba siendo víctima de un amor que, como la flor de mandrágora, me arrastraba hacia un mundo de sueños y ternuras maléficas del cual no saldría jamás vivo y quise huir, escapar del afecto de sus caricias, del fragor de sus besos y de esos nuevos y pequeños lunares que le nacían, bellos y atrayentes, cada vez que hacía el amor.

Une noche intenté fugar, pero las fuerzas ya me habían abandonado y caí junto a una silla ¿Es que se puede llorar por amar tanto? Yo lo hice, desconsolado, indolente, desvalido, sabiéndome preso de un sentimiento compartido, que por tan sublime se había vuelto grotesco. Recuerdo que Nadège me contempló absorta, como si no entendiese lo que me sucedía, luego dibujó la mejor de sus sonrisas seductoras mientras estiraba sus manos para acurrucarme de cariño. Ella estaba sentada en la cama, desnuda, con las piernas en cuclillas y sus senos latiendo palpitantes. Nadège, en ese momento, era la imagen profética de una diosa pagana ¿Cómo evitar la tentación cuando el amor es el estímulo del deseo? Entonces, yo también sonreí y en un esfuerzo sobrehumano busqué las cavidades de su cuerpo, ese oasis pleno de deleites donde podía saciar todas mis angustias, mis miedos, mis celos de saber que ya había comenzado a perderla. Nadège gimió de placer y, sobre cada una de mis caricias, fue absorbiendo con brío mis ansias, mi cuerpo y mi alma. Yo la amé como ningún hombre pudo haberla amado y me postré a sus pies, como el feligrés humilde delante de su sacerdotisa y dejé que las horas transcurrieran abandonándome a sus caprichos sibaríticos. Pero cuando Nadège se durmió, me vino la idea de asesinarla: matar para vivir, triste paradoja del destino; sin embargo, no tuve coraje ni la energía física para hacerlo. Entonces, decidí huir de una vez para siempre.

Creo que fue muy tarde, altamente en la noche; las entradas del subterráneo ya estaban cerradas y las calles desiertas. Recuerdo que sentí el aire fresco de Montmartre penetrar en mis pulmones y me arrastré por la acera, buscando alejarme lo más rápido del lugar, como si todo Montmartre estuviera contaminado por el sortilegio de una hechicera perniciosa. No sé hasta dónde llegué ni cuánto tiempo duró mi huida, pero me desvanecí tratando de evitarlo y, cuando abrí los ojos, tuve pánico de encontrarme de nuevo con su mirada color miel cielo, con su risa cristalina y sus manos imantadas de cariño. Pero me hallaba en una cama limpia con olor a desinfectante. Era el hospital regional y una enfermera me miraba con una sonrisa de bienvenida, como si yo estuviera regresando de un paraje cercano a la agonía. Mi esposa me tomaba de la mano y mi hija jugaba con los dedos de mi pié izquierdo. Quise decir algo, pero había perdido el sonido de las palabras. Quise sentarme en el lecho, pero mi cuerpo no respondía por tanta debilidad. Sentí que mis ojos se llenaban de lágrimas y lloré lágrimas de tristezas ¿Qué médico podía curar el amor? ¿Quién podía comprender la historia de los pulpos, que mientras más se amaban, más se destruían uno al otro?.

¿Cuánto tiempo necesita una herida para cicatrizar? ¿Cuántos calendarios deben gastarse para que las imágenes se transformen en simple reminiscencia? ¡No lo sé! Pero si sé que muchas veces paso por los jardines de Luxemburgo para espiar, escondido detrás de los árboles a Nadège, que continua paseando su belleza, mezclándose entre las flores y siempre sobresaliendo como una rosa roja, cada vez más joven, cada vez más hermosa, cada vez con un nuevo y pequeñísimo lunar en su cuerpo remarcando el esplendor de sus deseos. Más de una vez la espío de lejos, más de una vez estoy tentado de enfrentarla, sólo para explicarle que todo eso que hacemos por amor no muere nunca.



domingo, 3 de agosto de 2014

EL GATO DE LANA

por Juan Carlos Alarcon




Acaso fue un día jueves, mientras caminábamos por la Avenida Coronel Fabien, cuando René decidió hablarme por primera vez de su problema. Se detuvo en el medio de la acera y me contempló fijo casi dudando de lo que estaba por hacer; no obstante, concluyó por apoyarse contra el pequeño muro del Parque de la Liberación y comenzó a decir: "A veces uno tiene necesidad de hablar con alguien, pero nosotros somos diferentes y no estamos acostumbrados a confesarnos con los amigos, mantenemos reservada nuestra intimidad y somos celosos de ello... ¡Es nuestro jardín secreto!. Estuvo por agregar algo más, pero finalizó por callarse, como si ya se hubiese arrepentido de lo que iba a explicar.

Miré a René tratando de dejar traslucir toda la bondad de mis sentimientos, porque sabía que lo más difícil de una confesión eran los primeros pasos, la decisión de poder compartir un hecho interior con otra persona. Entonces le sonreí amigable, buscando ayudarlo a evacuar esas cosas que parecían atormentarlo; sin embargo, René continuó en silencio observando la calle donde, en ese momento, descendía puntual el ómnibus en dirección a la estación de trenes. Ello producía un embotellamiento.

Recuerdo haber contemplado a René divirtiéndome con la misma situación que venía de crear, se lo veía confuso y tal vez molesto por la cantidad de vehículos que se iban amontonando detrás del ómnibus. Tampoco hizo alguna referencia a ello y se limitó a contemplar una mujer que pasaba caminando por la acera opuesta; yo hice lo mismo.

La mujer no era linda y, así mismo, marchaba con una elegancia sensual mostrando la bondad de sus piernas a través de una abertura no abotonada de su pollera. Provocaba... Y ella lo sabía, se advertía en su manera de caminar, eran pasos largos, buscando meter adrede las piernas en la abertura de la pollera. Creo que envidié a su marido, o a su novio, o a cualquiera que pudiese descubrir íntegras esas piernas bien modeladas. René y yo nos quedamos absortos y la mujer nos saludó divertida por nuestra conducta adolescente; era una vecina que ninguno de nosotros dos había reconocido por encontrarnos embelesados con sus piernas. Tuve vergüenza, por el hecho de verme desenmascarado en una actitud libidinosa y me puse a mirar estúpidamente hacia el interior del parque. René tomó una posición diferente, no se incomodó ser reconocido por la vecina y dijo a modo de explicación: "Si un día la encuentro de nuevo en la calle y la invito a beber un café, ella estará sabiendo que la deseo ¡Ahora las cosas están bien en claro!"

Sonreí por su filosofía primaria y volví a pensar en el motivo por el cual nos habíamos detenido. Me dije que él ya había mudado de idea y me apresté a continuar nuestro camino, puesto que íbamos hacia el quiosco de cigarrillos frente al correo.

Valentón no era demasiado grande, tampoco podía pensarse que era una ciudad en miniatura, porque era una mezcla de pueblo y ciudad, sin llegar a ser ninguna de las dos. Todo el mundo se conocía y todos se ignoraban sistemáticamente. Yo comencé a caminar, pero René no se movió del sitio donde estaba apoyado y, de pronto, observó hacia ambos costados verificando que nadie pudiera escucharlo. Recién entonces dijo.
- ¡Tengo un gato de lana...!
Me atraganté de risa. Recuerdo que me dio un ataque espontáneo de risa cuando escuché eso. Acaso fue porque imaginaba otro tipo de confesión, algo más íntimo, algo así como una especie de historia suya de amantes y duelos de esgrima, o la confesión de saberse engañado por el panadero del pueblo que ya tenía una fama increíble ¡Qué se yo...! Imaginaba conciliábulos, perversiones sádicas, batallas ilícitas, cualquier cosa que pudiese alimentar mi curiosidad chusma de tercermundista. Pero no, él me salía con un secreto banal de un juguete, frustración infantil nunca superada y comencé a decepcionarme.
- Tengo un gato de lana con el cual hablo -repitió sabiéndome en ascua, sin haber comprendido nada. Y no se equivocó, hasta allí yo no comprendía nada y convencido que un secreto bien podía valer un otro, le respondí.
- No te hagas problema, yo les hablo a las plantas...
- ¡No, no es lo mismo! -aclaró rápido.
- ¿Y por qué?
- Porque el gato de lana me responde. Me dice todas las cosas que suceden en mi hogar cuando estoy ausente.

No sé por qué razón esa idea me entusiasmó bastante. A lo mejor, porque mi curiosidad provinciana aún podía ser satisfecha y podía llegar a oír un chisme de alcoba. Entonces lo interrogué, deleitándome por anticipado con la historia que podía narrarme.
- ¿Y qué pasa cuando vos no estás, según el gato de lana?
- Lo que pueda decir no tiene importancia. Lo importante es que me habla...

No sé si pensé en aquel momento que René se había vuelto loco, más bien creo haber pensado que me estaba tomando el pelo, burlándose de mi ingenuidad provinciana o de mi condición de extranjero subdesarrollado, o de las dos cosas juntas. Lo cierto fue que no volvimos a tocar ese tema por varias semanas, hasta que una noche, después de cenar juntos en familia, él entró a la cocina donde me encontraba lavando los platos mientras nuestras respectivas esposas conversaban animadas en el salón comedor, y me comentó.
- ¿Sabes que el gato de lana delató a mi hijo? Me dijo que cuando nosotros nos dormimos, él se levanta por las noches y se pone a ver televisión, por eso tiene tantos problemas de levantarse de mañana para ir a la escuela...
- No, no lo sabía -Repliqué tratando de adivinar hasta dónde llegaría con su broma. Sin embargo, hablaba en serio y algunos días más tarde volvió a visitarme bastante desesperado. Me narró otra nueva historia insólita de su hijo, siempre dicho por el gato. También me explicó que se estaba volviendo loco con esa cuestión y fue en ese instante que comencé a pensar más seriamente en René y su gato de lana. Digamos, que lo primero a reflexionar fue que mi amigo estaba chiflado, que le estaba faltando algún tornillo en la cabeza y lo más sensato sería decírselo. Pero decidí hacerlo otro día, cuando estuviese menos exaltado.

Esa noche no pude dormir, la pasé pensando en el gato de lana, en sus conversaciones borgerianas y en el trauma que se le estaba creando a René. Nosotros éramos amigos y me correspondía aconsejarle la visita a un psiquiatra, lo cual no era tarea fácil ¿Cómo inducir a un amigo la idea de que estaba tarado? ¿Cómo decirle: Che loco, se te herrumbró un tornillo, tienes que ir a ver un especialista del mate? El problema era complicado y, en apariencia, yo era el único con quien compartía sus vicisitudes ni siquiera su esposa parecía estar al corriente de ese hecho y me impedía que yo pudiese comentarlo con la mía. Por otra parte, tampoco estaba seguro que mi mujer lo entendiera. Imaginaba que me respondería que René estaba lunático, pero que yo no me quedaba a la zaga y le seguía algunos metros detrás en sus divagaciones. ¡No, claro que no podía comentar con nadie la historia del gato de lana! Era nuestro secreto y lo debíamos guardar hasta poder encontrar una solución conveniente.


Varios días después, mi preocupación aumentó, fue cuando René me llamó por teléfono para consultarme su decisión de matar el gato y terminar de una vez por toda con sus angustias. Creo haber pensado que ese sería el momento ideal para hablar del psiquiatra y recomendarle ir al hospital. Yo mismo estaba dispuesto a acompañarlo si fuera necesario.

Era ya cerca del medio día cuando llegué a su casa y lo hallé totalmente excitado con su proyecto bélico. Me hizo pasar directamente a la cocina de su casa, no quería que el gato escuchase sus planes y lo había encerrado en un placard del dormitorio. Bebimos un café mientras platicamos de sujetos sin importancias y no me atreví a mencionar la cuestión del psiquiatra. El ya había preparado sus útiles matarifes, eran un pequeño cuchillo y una tijera de costura y con los cuales pensaba llevar adelante la operación destructiva contra el pobre gato de lana que hablaba demasiado de cosas que no le correspondía. En el momento que yo jugaba con la tijera en la mano, tuve curiosidad por conocer ese famoso gato que tanto atormentaba a mi amigo y se lo expresé, porque hasta allí yo no lo había visto nunca.

Debo reconocer, que cuando lo vi me sentí desilusionado, había comenzado a imaginarlo distinto, con una cabeza enorme desproporcionada del cuerpo y medio maquiavélico en su aspecto. Pero no, el gato tenía un rostro cariñoso, medía unos veinte centímetros armoniosamente y había sido fabricado con telas rojas y lanas anaranjadas. Era más bien uno de esos muñecos artesanales que se utilizaban como decoración sobre los sillones o en la cama de los niños y despertaba la ternura de cualquier persona sensata. Realmente me dio pena saber que iba a finalizar descuartizado en uno de los tarros de basuras y se lo pedí.
- ¿Por qué no me lo regalas? Lo llevo a mi casa y quién sabe si no logro convencerlo de hablarme algún día -dije irónico, pero tímidamente como para no ofenderlo.
- ¡Con el único que conversa es conmigo! -acotó no muy convencido de esa solución. No obstante, el hecho de sacarse de encima el gato pareció aliviarlo. Y cuando regresé a casa lo hice con el juguete entre mis manos acariciando sus pelos de lanas. Debo aceptar que me encontraba contento de haberle salvado la vida y hasta creo habérselo dicho al propio gato.

La mudanza del gato de lana parecía haber dado buen resultado, no volvió a hablar con él ni tampoco ningún otro objeto le dio charla a René. De tanto en tanto, solíamos hacer comentarios y nos alegrábamos del ritmo normal represo de nuestras vidas, como era antes y como tendría que haber continuado si no hubiera sido por la existencia del gato. De todas maneras, como René y su familia venían seguido a casa, yo decidí guardarlo sobre mi cama matrimonial para que no lo viera. Algunas veces, cuando me hallaba solo y le hablaba a las plantas siguiendo el consejo de mi mujer, aprovechaba para hacerlo también con el gato de lana que me miraba absorto con sus dos ojos de botones, pero no me respondía. Indudablemente con el único que podía comunicarse era con el loco de René.

Esta historia tendría que haber concluido en una simple anécdota si no fuera que un día, por cuestiones de trabajo, tuve que partir dos semanas al extranjero. En la agencia donde me desenvolvía como periodista solían mandarme a menudo de un lado a otro y cada vez que retornaba me integraba de nuevo al movimiento cotidiano de la familia. Como los horarios con los de mi mujer no correspondían al mismo ritmo, muchas veces me encontraba solo y disfrutaba acostándome vestido sobre la cama para reposarme y allí le contaba al gato de lana cosas de mi trabajo, o mis frustraciones, o esos proyectos sobre el porvenir que rara vez se concretizaban.

Una tarde había vuelto de Italia donde las cosas no había andado muy bien para mí, había ido a cubrir un evento sobre la muerte misteriosa de un abogado, conocido por su enfrentamiento con la mafia, y fui amenazado anónimamente con el propósito de abandonar mis investigaciones. Fueron dos llamadas telefónicas que todos conocían su origen y que terminaron por revoltarme. No era que fuese un héroe, ni siquiera podía decirme muy valiente porque las advertencias me aterrorizaron al punto de producirme una diarrea bárbara; sin embargo, yo estaba dispuesto a proseguir hasta el final previsto, pero mi jefe no estuvo de acuerdo y me obligó a retornar antes de lo programado.

Recuerdo que cuando entré a casa, mi rabia era de todos los colores, encima mi mujer no estaba y tampoco se encontraba en su trabajo donde procuré ubicarla por teléfono para prevenirle de mi llegada. Entonces me dí una ducha fría para calmar mi espíritu y me recosté sobre la cama tratando de dormir algunas horas. El gato de lana pareció sonreír irónico, como burlándose de mi estado de ánimo. No sé muy bien cómo comenzaron los hechos, porque hasta ese momento no le daba demasiado importancia; creo haberlo insultado con bronca, pero el gato no cambió su sonrisa irónica y lo tomé de una pata y lo arrojé sobre un silla sacándolo de mi vista. Yo estaba fuera de mí a causa de la historia de Italia y, minuto a minuto, mi cólera montaba contra mi jefe, contra la agencia periodística, contra los italianos; en resumen, contra todo el mundo.

Me hallaba acostado, con las dos manos bajo la cabeza, mirando una pequeña mancha sobre el techo, cuando sentí que el gato de lana se sentaba sobre la misma silla que había caído y empezó a decirme: "Vos te enojas conmigo porque tienes problemas en tu trabajo ¡Menos mal que nunca te conté las cosas que hace tu mujer cuando te vas de viaje!"

René tenía razón cuando me previno que el gato se volvía peligroso con sus conversaciones, pero no estaba dispuesto a darle la posibilidad de atormentarme con una historia de infidelidad y salté sobre él y comencé a golpearlo, arrojándolo contra las paredes. En ese preciso momento, la puerta de casa se abrió entrando mi mujer, René y su esposa. Las dos mujeres se quedaron perplejas e inmóviles delante de dicho espectáculo. Yo me encontraba en plena batalla, descargando toda mi rabia acumulada contra el gato de lana. Pero, como no detenía mi combate ofuscado, las dos mujeres empezaron a gritar histéricas. La actitud de René fue distinta, cuando vio el gato rebotar contra una de las paredes, comprendió de inmediato lo que sucedía y también se lanzó sobre él para ayudarme a destruirlo. Primero, tiramos afuera sus lanas anaranjadas y las cortamos en pedacitos; después, continuamos con el resto de su cuerpo hasta que el aserrín de relleno saltó para todos los costados. Nuestras mujeres corrían de una habitación a la otra, gritando cosas que ni ellas mismas se comprendían y sólo se calmaron, cuando llegaron varios enfermeros, porque mi esposa los había llamado. René y yo continuábamos sentados en el piso arrojando aserrín hacia el techo y reíamos a carcajadas, contentos con el triunfo logrado: ¡El gato de lana había muerto para siempre!.


sábado, 24 de mayo de 2014

Los Jardines de Luxemburgo

por Juan Carlos Alarcon


Dicen que París es una ciudad que se descubre a dos y es mejor cuando se lo hace de la mano o entrelazando el brazo en la cintura, caminando despacio para no entrecruzarse solamente con la gente sino para compartir entre todos el asombro que nos produce a cada instante.


En París el sol es un artículo de lujo y es por eso hay que expropiárselo de fuerza. Hay que darse el tiempo de descubrir la ciudad como si fuera la primera vez, con la capacidad del asombro sobre cada rincones. Yo iba pensando esto en el subterráneo; entonces, decidí descender en la estación frente a la plazoleta Saint Michel para admirar la escultura de Miguel Angel sobre la fuente de aguas cristalinas que indica la entrada al barrio latino.

Yo se que si monto por el bulevar Saint Michel hasta al final del barrio latino, mordiendo con el barrio de Saint Germain de Prés, me encuentro con Los Jardines de Luxembourg donde las rosas rojas son más rojas, donde los arboles centenarios son más centenarios, donde los rayos de sol son más dorados, donde los senderos sinuosos son más sinuosos y donde centenas de sillas metálicas se dispersan entre los árboles.

Los jardines de Luxembourg en verano es el lugar preferido de los enamorados, de los solitarios lectores de novelas y de todos los que desean gastar el tiempo reposándose de los trajinares cotidianos.

Pensé que valía la pena pegar un salto hasta allí, y fui caminando, redescubriéndolo a cada paso, sintiendo los recuerdos que esa zona me provocaba. Desde hace más de un año, ese es un territorio no aconsejado para mí.

Crucé el bulevar Saint Germain y luego la calle Ecole de Médecine y de pronto me encontré de golpe con la Plaza de La Sorbona. Allí me detuve un instante. Al fondo de la plazoleta, la Universidad de La Sorbona se yergue majestuosa con su historia ilustre de cultura, de personajes insólitos y de sus movimientos sociales producidos por sus estudiantes. El Bulevar Saint Michel a esa altura es un enjambre de juventud y de informalismo. Los estudiantes han recreado un mundo propio sin acondicionamientos sociales ni tabúes. Ellos se sientan en el piso, sobre los canteros y sobre cualquier espacio libre donde pueda entrar un rayo de sol, allí están con sus libros y sus botellas de agua mineral desafiando el calor del verano sin temor a desvestirse, mostrando su cuerpo para aprovechar las caricias del sol, tampoco les importan las miradas de los turistas ni de los adultos que cruzan curiosos. Los adultos buscamos los bullicios de los bares rodeando la plaza para observar de reojo esas estudiantes que, como diosas paganas, se enfrascan en sus lecturas o discusiones teóricas del mundo y de la vida.

Allí un día, yo también me enamoré de una estudiante. Pero me abandonó más tarde porque yo tenia 25 años más que ella. Viendo esas estudiantes los recuerdos golpearon y sentí un gusto amargo bajo el paladar porque eso fue una herida que tarda cicatrizar. Entonces, para consolarme, me dije: ¡Nací amante no héroe!...Eso me tenía que suceder por enamorarme de una joven, cuando las jóvenes toman todo a la tremenda y ni siquiera son capaces de hacer concesiones. Ellas saben que en la esquina siguiente las espera otro hombre que puede ser también otro amor. Lo verifiqué recientemente con otra joven, que además era chúcara. En cambio el amor a los 55 años es cerebral y con menos oportunidades, tiene color a soledad y a letras negras de Internet.

Unos metros más arriba de La Sorbona comienza el parque más grande de París. Los jardines de Luxembourg están cercados con rejas y arbustos como para que las miradas exteriores no perturben la tranquilidad del interior. En el centro hay una fuente circular central y una terraza en dos arcos rodeándola, habitadas por esculturas de todas las reinas y príncipes de Francia. Todos los senderos sinuosos de entrada convergen hacia esa fuente entre arboles centenarios, espacios verdes y floridos. Los jardines de Luxembourg es el reino de las sillas y el lugar privilegiado de los enamorados.
 
Sin embargo, no se puede visitar ese sitio sin tener en cuenta, que son los jardines del Palacio de Luxembourg, construido por el arquitecto Salomon de Brosse en 1615 a pedido de la reina de Médecis. Tal vez era romántica, no lo sé; pero sí sé que era una enamorada por el gusto florentino. En el Palacio de Luxembourg, hoy funciona el Senado con su historia a cuesta, porque en París la historia se construyó siempre con sangre. Durante la revolución francesa el Palacio de Luxembourg fue transformado en prisión donde encarcelaron unas 800 personas y un tercio de ellas fueron guillotinadas junto a los jardines. Los franceses siempre gustaron cortarle la cabeza a los opositores y la profesión de verdugo se transmitía de padre a hijos, de generación en generación. Al principio la cortaban con hacha hasta que llegó el modernismo y Guillotin inventó su maquina que bautizarían con su propio nombre: guillotina. Yo hubiera querido utilizar la guillotina contra todos los jóvenes del mundo. Siempre fue un adolescente el que me arruinara los amores.

En el 1944 los alemanes instalaron el centro de comando de las fuerzas de ocupación de la Luftwaffe y las víctimas también se contaron por centenas y centenas. Cada que hay fiesta el Senado prende todas sus luces iluminando los jardines, porque el Senado está a cargo de la administración y del mantenimiento de esos jardines que le pertenecen. Las rosas rojas son más rojas que en cualquier otro lugar de París, y la chúcara no lo pudo conocer porque también tuvo su otro novio que la desvió de su camino.

Hace un par de semanas, sentado en las sillas metálicas junto a la fuente circular, charlando con un senador sobre la Argentina, él me decía que el problema nuestro es que nosotros hacemos la historia de los problemas, pero no los asumimos, que nosotros tenemos un presidente que nos devolvió un nivel de credibilidad a la política. Yo le corregí explicándole que es la política que se reconcilio más con la gente, pero que los partidos políticos no la recuperaron totalmente. Entonces él miró para los costados, deteniendo su mirada sobre las parejas que se paseaban entres los jardines, después observó la fuente de Médecis casi escondida en un rincón entre planta exóticas, y murmuró: En Argentina se habla mucho de criticas, pero tienen procesados 3000 personas entre militares, militantes sindicales, políticos y sociales, eso hay que tenerlo en cuenta. No todos los gobiernos son capaces de llevar adelante situaciones así. Luego se levantó y se fue hacia el palacio sin decir más nada, porque su secretaria venía de buscarlo ya que había nobles europeos que lo estaban esperando.



Lo que yo aprendí de joven era que la vida podía sorprendernos siempre de mil formas diferente. A lo mejor el senador francés tenía razón en su comentario de la semana anterior, pero yo tenía en estos momentos otros intereses, por eso cuando vi una estudiante que leía enfrascadamente un libro de Borges, me dije que toda historia de amor nos fragiliza, nos pone en peligro, pero que vale la pena arriesgar. Entonces, con un cigarrillo en la mano y la mejor de mis sonrisas dominicales, me acerqué para pedirle fuego porque la estudiante tenia unos ojos color cielo que adornaban las flores que la rodeaban. Ella era joven, casi una adolescente y si bien para uno, a los 55 años, el amor es una relación prudente, yo estaba en los jardines de Luxembourg y me acordaba que el general De Gaulle había dicho una vez: “imposible, no es una palabra francesa”.  

miércoles, 14 de mayo de 2014

EL INTRUSO

por Juan Carlos Alarcon
 
 Con el tiempo me fui acostumbrando, bastaba hacer 35 pasos, subir 23 peldaños, adjuntarles 38 pasos más y al final, a la izquierda de mi ruta, se encontraba la puerta cuidadosamente cerrada que separaba dos universos distintos : el de la imaginación y el de las realidades concretas.

De un lado, estaba la realidad de un mundo cruel, una especie de guerra permanente entre el saber y la ignorancia, entre la comunicación y la desconfianza, entre la circunspección de los adultos y la vivacidad de los adolescentes.
Ese universo lo cruzaba todos los días y todos los días me protegía de esos adolescentes, que me observan recorrer la sala de los pasos perdidos con unas ganas locas de triturarme, de hacerme triza como se podía ver en sus ojos, porque ellos también me consideran responsable de la herencia del caos social que les dejaron. ¡Paradójicamente, les doy la razón !...
Con el correr del tiempo aprendí también a protegerme de los adultos que me observaban desconfiados. Ellos sospechaban que ese no era mi lugar, que yo era una especie de quinta columna, de vaya a saber qué horda de marginales, un poco como esos seres salidos de la imaginación apocalíptica de los filmes de Spilberg. No obstante, los adultos respiraban mejor la desconfianza y me sonrían por cortesía.
Ellos estaban para atacar con sus conocimientos a esos adolescentes que se atrincheraban contra los muros o que restaban sentados en la escalera del hall de entrada esperando que suene el clarinete que los llevase al combate cotidiano. Los adultos estimaban que eran ellos los propietarios de un discurso estatuido, correcto y sano. ¡Y paradójicamente, también les doy la razón!...
Con el correr del tiempo, investidos en un abanico de estados anímicos, los unos y los otros se protegían con heroísmo de quienes parecían ser sus enemigos. Los unos pretendían mostrar que eran más fuerte que los otros. Pero, en realidad, creo que ellos se protegían más bien de gente como yo, que, con un aire gracioso, con una sonrisa entre los labios y una mirada melancólica construida en las incompatibilidades de la vida representaba para los adolescentes la trampa de los adultos. Y, para los adultos, yo representaba la complicidad de los adolescentes. Todos los días yo sonría a los unos y a los otros con una enorme piedad, puesto que todos los días me prometía solemnemente ser amable y cordial.


Yo cruzaba a pié las fronteras de mi barrio para ir hasta la escuela secundaria, con el único pasaporte de quien gusta morder la existencia deleitable de lo cotidiano. Todos los días, yo llenaba mis bolsillos de esperanzas y silbando como un jilguero casto, finalizaba por abrir ese universo borgeano cerrado a doble desconfianza.
Del otro lado de la puerta había un mutismo de objetos latentes: casi seis mil historias vivientes y perspicaces que adormecían metódicas y repertoriadas entre las estanterías cuidadosamente ordenadas.
Sobre la puerta, del lado del universo real, estaba escrito en grande: CDI. Un Centro de Documentación y de Información del liceo sin que nadie sepa exactamente lo que eso quería decir. Muy pocos sabían qué tipo de documentación existía allí ni quién hace circular la información. En el mejor de los casos, todos pensaban que era un centro para recibir los alumnos a causa de la ausencia de una sala especializada o por el simple desconocimiento de la noción de la palabra pedagogía.

Visto de esta manera, la puerta entre los dos universos era un regulador entre la sabiduría de los adultos profesores y la incompatibilidad de ser jóvenes, dentro de un régimen dictatorial donde el saber se construye industrialmente. Y, como en todo sistema dictatorialmente democrático, la democracia de la enseñanza pública estaba llena de incomprensibles.
A veces, continuaban a denominar el CDI : “la biblioteca”, atados a antiguas reminiscencias románticas, como si el pasado fuera mejor que el presente y el futuro fuera la incertidumbre de un caos que los adivinos incorporan en el tarot de la “4° tecnológica”. La clase donde van a parar todos los chicos rebeldes.
Con el correr del tiempo, esas anomalías se acentuaban aún más y los unos y los otros me observaban con aire insólitos, absortos, como si yo fuese el chiflado guardián de vientos. ¡Y paradójicamente, les daba la razón !....
Del otro lado de la puerta, en el sector interior, había un mundo imaginario, mágico en su esencia y profano en su mensaje moralista. Parado desde la puerta, y mirando hacia el interior, uno descubría a la izquierda los armarios murales con volúmenes de gestión del tiempo perdido, de administración de empresas que ninguno administraría y de economía de almaceneros explicando la globalización de la mortadela. Luego seguía una especie de biblioteca vitrina donde estaban exhibidas 28 revistas en 4 idiomas diferentes. Inmediatamente, le seguía la torre de control, compuesto por un gran escritorio en forma de L, donde la desconfianza era la madre de la seguridad que renacía de sus cenizas como el ave Fénix cada diez segundos, puesto que allí se aprendía hacer confianza a los unos y a los otros desconfiando de todos al mismo tiempo.
Parado desde allí, desde las puertas internas de vidrio y observando hacia la derecha de la sala, se podían ver otros armarios de cinco niveles, apoyados sobre las paredes, con manuales escolares y anales llenos de diversos ejercicios. Catálogos con ejercicios rápidos de algunos años escolares anteriores y recetas mágicas para finalizar el bachillerato sin estudiar. En ese punto, la sala giraba bruscamente más a la derecha para tropezar sobre la puerta del escritorio de una orientación profesional que nadie profesionalizaba.
El CDI estaba construido en forma de semicírculo, en una perspectiva de fuga casi tocando las ventanas. Allí estaban acomodadas 4 largas bibliotecas de doble exposición, para que los autores se defiendan de los invasores, apoyándose espalda contra espalda. En el centro de la sala, del lado derecho, se elevan otras dos bibliotecas de 5 comportamientos. Sobre la izquierda, y en el centro mismo del corazón de vigilancia, también había otra biblioteca con tres compartimentos. En el medio del local, más tranquilamente, estacionaban las últimas estanterías compuestas de cuatro especialidades diferentes. Todos los muebles tenían la misma altura y todos fueron apuntados sobre cinco niveles, creando pasajes entre las paralelas.
En el Centro de Documentación y de Información cohabitaban 2 482 autores sobre el sudor de 19 420 títulos.
Entre la torre de control, los armarios, las bibliotecas, los pasajes y la puerta de entrada protegida por un policía electrónico, se dispersaban 17 mesas rodeadas de 63 sillas silenciosas aún cuando estaban invadidas por la insolencia de esos adolescentes que quieren restar adolescentes, por esa manía que tienen de atarse a su edad.
La distribución de muebles no era casual. Los libros se abrazan entre las estanterías con una ternura metódica y parecían dormir como bestias salvajes, esperando que alguno se acercase para devorarle la ignorancia. Esas bestias se burlaban de los unos y de los otros.
En el corredor de la derecha, los historiadores remaban sobre el océano del pasado en interpretaciones científicas y, generalmente, hipotéticas. Del lado izquierdo, jugaban a la payana los fabricantes de sueños y parpadeaban nerviosos entre las novelas que iban desde  lo fantástico de sus elucubraciones delirantes al materialismo del pensamiento humano; parecía que esos fabricantes de imágenes se quejaban por no haber sido jerarquizados en el bulevar de los filósofos, de los psicoanalistas o de los sociólogos. Un solo personaje, el Juanca, el provinciano argentino escapado de la debilidad de un novelista, sonreía excitado sobre sus cuatro volúmenes de historias insensatas y de consejos pedagógicos que nadie leería.
Allí, todos los libros se encimaban cariñosamente según el orden que le diera la torre de control. Pero también estaban los novelistas, que pudieron cruzar la sala y desayunaban, a caballo, en las bibliotecas subordinadas a los grandes autores y, a veces, en un equilibrio caprichoso producido por la incomprensión intelectual y que seguramente Gabriela lo hubiera puesto en otro orden. Sin embargo, Balzac que conocía bien la gente por haber escrito “La comedia humana” y Pagnol, el campesino, tenían gestos de desenfados por no haber sido recompensados en la prestigiosa avenida de la literatura francesa, sobretodo porque ellos sabían que había inmigrantes que se infiltraban en su lugar. El alemán Hôlderlin se hacía el idiota y silbaba mirando a los otros poetas. Los poetas sabían muy bien que en la galería vecina, la de bellas artes, no había racismo y todos los artistas cohabitaban sin ninguna dificultad. Picasso discutía de política con Manet, mientras Miró escuchaba las aventuras místicas del colorado Van Gogh.
Todas las mañanas, yo cerraba la puerta del CDI delicadamente para evitar que se mezclasen los intereses de los dos universos, según las instrucciones explícitas y concretas de la torre de control: mi jefa.
Sin embargo, cada mañana cuando llegaba yo tenía una actitud diferente. Me detenía para saludar a mi colega de trabajo: el policía electrónico y que su tarea consistía en prevenirme con un grito agudo cuando un autor pretendía fugarse debajo de algún brazo al baño del exterior sin la autorización de la torre de control.
Luego de saludar a mi colega electrónico, yo improvisaba. Si pensaba en los ojos gris-verdes de Jessie, la hermosa profesora de historia, penetraba por el corredor de la derecha para compartir con los historiadores la complicidad de un exquisito placer. Pero si cuando entraba a la escuela me encontraba con la sonrisa seductora de Caroline, la profesora de economía, yo arrancaba por la izquierda acariciando las publicaciones “Alternativas Económicas”, “Problemas Económicos” y las mentirosas estadísticas del INDEC. En cambio si me cruzaba con el “buen día” cosmopolita de María Magdalena, entraba en diagonal hacia los autores extranjeros. Y si, por casualidad, me había cruzado con la elegancia refinada de Sonia, la profesora de informática y siempre enfrascada en su microcosmo de nuevas tecnologías, entonces pasaba directamente hacia la torre de control para poner en funcionamiento la computadora, dónde se encontraban prisioneras las almas de todas las obras y los deseos voluptuosos de los autores profanos puesto que, cuando la profesora de informática me miraba, ella lograba mezclar aún más en mi cabeza todos los iconos ya mal acomodados desde mi nacimiento.
No obstante, cualquiera fuera mi manera de entrar, yo siempre terminaba en la torre de control antes que la comandante, jefa de la biblioteca, me criticara la libido de mi origen indio. ¡En la torre de control estaba terminantemente prohibido tener fantasías extrañas!... Entonces yo me servía un café para calmar mis pensamientos epicurios y me preparaba para recibir la inminente invasión de los intrusos.
En general, los primeros intrusos eran los adolescentes que, a fuerza de ternura salvaje y de gritos cariñosos, terminaban por aprender que la puerta debía mantenerse siempre cerrada y que la educación también transcurría por la avenida de la cortesía, con un “buen día” sonriente enarbolado como bandera de guerra.
Los segundos intrusos eran los otros que sádicamente caminan murmurando entre dientes el complot que preparaban contra los primeros intrusos. Ellos no sabían cerrar la puerta y, muchas veces, hasta olvidaban en la sala del saber el valor de los buenos modales. Ellos terminaban por ensuciar el interior de ese templo mágico con su imagen inexorable del exterior. Y sin embargo, a los adultos no tenía que decirles nada, apenas debía sonreírles: ¡Consensus omnium !...

Parado sobre el escritorio de la torre de control me preparaba a atacar lo cotidiano. Con el ojo izquierdo miraba las sillas silenciosas donde se sentía un aire a la respiración nerviosa de los incomprensibles, y, con el ojo derecho, vigilaba a mi colega: el policía electrónico que tenía la costumbre de cansarse rápido y termina quejándose con sus sonidos metálicos. Este ejercicio físico era más complicado que tratar de casar los teoremas de Pitagora y de Castillón en la municipalidad de las aritméticas. Entonces yo debía subir mis anteojos sobre la cabeza para agrandar el campo de visión, aun cuando sabía que mi comandante pensaba, que eso era una simple coquetería intelectual mía y que me caracterizaba como seductor de profesoras en necesidad de afecciones.
En el CDI se desconfiaba de los adolescente, de los adultos, de los empleados administrativos, de los celadores, del portero y hasta se desconfiaba del propio cacique, que de tanto en tanto aparecía en gira triunfal cerrando las manos de los unos y los otros como buen político en campaña electoral. Había quienes murmuraban que el gran cacique ya acumula tres empleos diferentes en contra de las leyes de rigor. Yo siempre me dije que en el siglo próximo se lo iría a preguntar directamente aún cuando me acusase de sindicalista y me mandara a la enfermería por meterme en cosas que no debía.
En el CDI, en la torre de control todo era explícito: había que sonreír y saber observar atentamente, puesto que un ojo advertido vale más que un chocolate azucarado.
El delirante profesor de filosofía me criticaba porque él debía trabajar el doble y yo me rascaba detrás de la cabeza sonriéndole a las adolescentes. Pero yo estaba orgulloso de ese trabajo puesto que me había convertido en el rey de la encuadernación  de libros. La torre de control lo reconocía y me recompensaba a menudo con dos galletitas de cereales, un caramelo dietético y un café descafeinado porque mi jefa siempre estaba a dieta, y si tenía suerte hasta podía escuchar su risa cristalina cuando trataba de explicarme sus regímenes para adelgazar mientras se dormía. Otras veces venía el profesor brasileño para discutir conmigo la pedagogía del fútbol o, Víctor el anarco, con sus irónicas matemáticas y que le encantaba preparar centenares de ejercicios incomprensibles desde el día que descubrió que era una manera simple de ganar la tranquilidad con los adolescentes.
La comunidad educativa se encuentra en el Apocalipsis de una sociedad mutante, yo lo sé, todo el mundo lo sabe, pero pareciera que nadie lo comprendía. Parecía ser que antes los jóvenes se peleaban con los puños cerrados y que hoy lo hacen con cuchillos. Parecería que antes no existía la violación y que se pedía autorización a los padres para hacer el amor con sus hijas. ¡Parecería!... Pero yo todavía conservo la cicatriz de una cuchillada en mi estomago, una herida en el brazo y en la pierna de dos balas y tengo una amiga que todavía no digirió una violación de un vecino hacía ya 17 años, durante el periodo de la insurrección sexual. No obstante, un amigo diputado que se sienta sobre la cultura trató de explicarme la metamorfosis de la sociedad. Lo hizo durante cuatro horas casi hasta la madrugada; en todo caso fue hasta que el whisky desapareció de la botella y que yo no llegué a saber ni siquiera mi nacionalidad.
Aparentemente, los unos han perdido sus puntos de referencia como quien pierde los zapatos y los otros olvidaron que los axiomas estaban impregnados de lógica. Archímede, que se tuerce de risa colgado en el trapecio de las matemáticas, estaba allí para atestarlo.
Sin embargo, siempre había un neófito que repetía que la violencia era parte de la cultura humana y que la angustia dominaba más que el amor. Pero yo que soy un “analfa-bestia” tengo que reconocer solamente dos cosas que me angustian en la vida: la primera, es la injusticia de cualquier color que fuere. La segunda, es cuando Georgia, mi novia adolescente, me mira fijo a los ojos con su mirada marrón clara abriendo ligeramente su boca en un gesto de sorpresa porque yo ya había comido en la cantina del liceo y ella me esperaba con un pollo a la crema inglesa. En esos momentos, sentía que todo mi cuerpo temblaba de emoción y que hasta mis medias se sonrojaban. Entonces, me angustiaba a causa del origen indio de mi concupiscencia, porque ella se había enamorado sin querer enamorarse de su profesor particular y tenía la marca en el orillo de “te quiero para mí sola” como las mercaderías de lujo en las vitrinas de la Galerías Lafayette de París.
A la torre de control no le gustan nada mis incursiones al universo de las realidades concretas. A lo mejor, ella tenía miedo que el síndrome de los unos y los otros me contamine. Y paradójicamente, le doy la razón !...
La contaminación es un virus social que produce la transformación del cerebro y, hasta pareciera ser que hace tanto mal como las vacas locas o la fiebre aftosa. Papá Freud, sentado en el sillón de los intelectuales perversos, trataba a menudo de encontrarme un justificativo sin darse cuenta que mi libido se desbordaba sobre mis anteojos.
Con el correr del tiempo, en el liceo me acostumbré a autocensurarme, mirar sin ver, a escuchar sin oír, a aprender sin comprender. Y, cuando el timbre automático de mi estómago me señalaba que ya era mediodía, procuraba saber humildemente si yo había logrado quedar intacto en ese campo de batalla. Entonces, retornaba sobre mis pasos, descendía la escalera silbando ante la mirada escandalizada de los celadores y la sonrisa admirativa de la bella profesora de historia. Desandaba los 35 pasos que me separaban de los portones de entrada y cuando salía a la calle respiraba con fuerza el aire de la inepcia.
Luego caminaba tranquilo por la acera, entre los unos y los otros, porque afuera de dónde se fabrican los seres humanos, ellos llegan a cohabitar menos separados y menos constipados. Entonces, pensaba en Jorge Luis Borges que pasó la mayor parte de su vida entre los muros de una biblioteca nacional. A veces, él solía decir que los libros eran  materias sublimes. Y yo le creo, porque él era ciego...  y yo estúpido de nacimiento.
De todas maneras, cada que salgo de liceo para regresar a mi casa, respiro profundamente el aire folklórico de la estación de depuración de aguas servidas y, allí, en ese momento preciso, sabiendo que mi inglesita adolescente me espera con un pollo con salsas dulces, siempre siento la importancia de ser un enorme e insignificante bibliotecario en el liceo del barrio vecino y me creo Borges esperado por su secretaria que nunca supo hacer de comer. La biblioteca tiene un sistema perfecto, inventado para ocultar esos viejos profesores decrépitos en una sociedad de conversión y estudiantes que no se interesan por autores con anteojos. Entonces, como al descuido, yo meto las manos en los bolsillos para tocar mis testículos y verificar si todavía se encuentran en su lugar puesto que “errare humanum est, credo quia absurdun !...”



jueves, 1 de mayo de 2014

EL EXTRANJERO

por Juan Carlos Alarcon


Esta historia podría comenzar a relatarla como lo hubiera hecho mi padre durante mi infancia. El empezaba mostrando en su rostro la característica de la narración. Por ejemplo, si era un hecho inventado esbozaba una sonrisa, si lo que diría tenía una connotación histórica adquiría un aire solemne y, si su exposición era triste, ponía cara de circunstancias. En consecuencia, con mis hermanos, nos fuimos acostumbrando a observarlo de manera detallada antes de escucharlo, eso nos adelantaba el contenido de sus relatos. Sin embargo, por más que me contemple en un espejo, no logro imaginar la cara que yo mismo pondría si tuviera que narrar esta historia a mi nieto. De cualquier manera, poniendo cara o no, se podrá creer que es la fabulación absurda de un escritor o de un fabricante de sueños, aunque los acontecimientos se hayan producido tal cual lo relato.

Sucedió a principios de la década del ochenta, yo venía de regresar a mi ciudad natal después de quince años de ausencia trajinando por el mundo de un lado a otro. La dictadura militar había hecho que partiera al exilio muchos años antes. En esa época cualquier idea disidente era considerada subversiva, y yo tenía la mala costumbre de no saber cerrar mi boca; entonces en mis clases universitarias exprimía el desacuerdo con los actos totalitarios que se producían, fue hasta que un estudiante me denunció. La policía me citó para que explicara los comentarios antinacionales de mis clases y, un día antes, con mi mujer cargamos los chicos, un par de bolsos y salimos del país para instalarnos en Europa.

El exilio es un peregrinaje eterno, rabias que se acumulan, preguntas sin respuestas, heridas que no cicatrizan. Con mi familia recorrimos de un lado para otro una gran parte de Europa y, cada dos años, nos instalábamos en un país diferente, con un idioma diferente y una cultura diferente que nunca finalizábamos por asimilar completamente. Eso nos hacía sentir extranjeros en cuerpo y alma, no importaba dónde ni con quién estuviéramos.

Esa sensación de no tener arraigo ni raíces me persiguió casi toda mi vida. En Argentina, los militares gobernaban como si el país fuera una caserna militar sin tener la adhesión de la sociedad civil salvo de los sectores que se beneficiaban económicamente y que hacían de la miseria humana su fondo de comercio. Malos gobiernos, contradicciones políticas y la resistencia que el pueblo oponía a la dictadura hicieron que se llamara a elecciones. El camino a la democracia se restauraba paulatinamente y decidimos regresar, primero como turistas para preparar nuestro retorno definitivo. Córdoba había tenido una transformación grande. Los cambios eran tantos que me sentí extranjero en mi propia ciudad, en mi propio país. Pero yo estaba tan harto de vivir esa impresión, que decidí mudar de actitud con respecto a la gente, esa misma gente que me producía la sensación de extranjero, tan poco tranquilizadora. Es la actitud de los otros que nos condiciona.

El caso de mi mujer y de mis hijos fue distinto. Ellos no tenían problemas políticos y podían entrar a la Argentina sin problemas. Iban y venían entre Córdoba y las ciudades que debíamos habitar sin que la referencia de identidad no se les confundiera mucho. Yo comencé a envejecer como envejecemos la mayoría en el exilio, sin darnos cuenta demasiado, desde afuera para adentro. Me sentía viejo, mis hombros se encorvaron, mis cabellos se emblanquecieron y mis huesos se entumecieron; pero no era sobre mi cuerpo donde más sentía la vejez, la sentía en la mirada de los otros cuando me miraban; eran ojos llenos de sorpresa o de piedad por los años que se me pegaban hasta en las ganas de caminar. Entonces, me volví más viejo de lo que en realidad era.
Cuando puse los pies en Córdoba, la primera sensación que experimenté fue un sentimiento extraño, un malestar anímico que me ardía en el estómago, una especie de mancha en algún rincón del alma, una idea de que ya no podría ser más el que había sido y mi úlcera comenzó a sangrar de nuevo. El cambio producido durante quince años de ausencia era tan grande, que ni siquiera ya existía en la provincia ese clima seco y sano del cual me sentía orgulloso. Córdoba no era la misma de antaño y su fisonomía me era tan desconocida como cualquiera de esas ciudades en las que aterrizábamos por primera vez. Además, lo único que parecía interesarle a la gente eran las costumbres o forma de vivir en Europa.

Recuerdo que habíamos llegado el día anterior, y luego de saludar como correspondía a la familia con sonrisas y regalos, decidimos hacer un recorrido a vuelo de pájaro por las calles céntricas. Allí volví a sentir esa sensación infausta que carcomía mi entrañas y traté de dar, en todo caso para mí mismo, justificativos simples tratando de calmar la angustia que me carcomía como la vejez. Entonces me decía que yo no era turista, que esa era la ciudad donde había nacido, dónde pasé la adolescencia, dónde me casé y nacieron mis primeros hijos, como si con esa explicación fortaleciera mis raíces. Alguien me había dicho “a pesar de que corten los yuyos siempre quedan las raíces”. Sin embargo, eso no servía de mucho para calmar mis duendes sombríos, y trataba de elaborar un discurso político del retorno; pero la familia y los amigos me observaban sorprendidos cuando comentaba mis ideas de lo que se podía hacer dentro de esa nueva e incipiente democracia, porque hasta allí, nuestras democracias eran siempre incipientes, con más de nuevos deseos que de madurez o experiencias.

Unos meses antes me ilusionaba imaginando a la gente que me abrazaba y abría sus puertas para cobijar al hijo pródigo que regresaba luego de un exilio forzado. Recuerdo, que hasta pensaba en el momento en que me cruzaría en los pasillos universitarios con el estudiante que me denunciara y la respuesta que le daría, justificándole sus miedos de no contradecir las instituciones gobernantes de la época. Pero, entre la imaginación y la realidad siempre hay un vacío. El estudiante ya era profesor y me acusó de ser culpable de los gobiernos militares que se habían vivido, sostuvo que actitudes como las mías habían servido para mantener la dictadura en el poder, y la gente me daba consejos de continuar en el exilio, ya no por razones de seguridad sino porque el país estaba destruido y no valía la pena volver: “No tienes idea lo que se está viviendo, estás lejos y las cosas no te tocan, no hay trabajo y la inflación es grande. Vos ves las cosas de otra manera porque no vives más en el país”.
A la semana siguiente la sensación continuaba enquistada, tenía que vencer ese estado anímico antes de que me separase definitivamente de mis raíces provincianas o me volviera loco. Debía enfrentar el regreso de otra manera, tratando de luchar contra un pasado que agonizaba en mis recuerdos y que debía recuperar; pero ya nada era como quince años atrás. La evolución de la ciudad no se había detenido en mi ausencia y eso aumentaba mi vacío. La memoria sería lo único que me permitiría rescatar las vivencias perdidas. Entonces decidí salir a recorrer la ciudad con otra actitud.
Tomé el ómnibus y me dirigí al centro, pero tuve que preguntar al chofer dónde debía descender para ir hasta el lugar que deseaba, porque hasta el recorrido del transporte había cambiado. Luego me encaminé en dirección a la Pizzería San Luis que, por fortuna, todavía continuaba existiendo y a pesar que se encontraba cerrada por la hora, me alegré de tener un punto conocido de referencia. Continué caminando sin rumbo. A veces buscaba los negocios que habían sobrevivido a mi ausencia y, a otras tantas, observaba las personas procurando identificar rostros familiares o simples gestos conocidos que hubiera conocido años atrás; cuando creía lograrlo me sentía contento, pleno de dicha, como si le hubiera ganado una partida a la nostalgia y concluí por entrar al bar La Cabaña del Tío Tom en la calle 25 de Mayo. Era el doblete de mi adolescencia: el cine Odeón y luego un licuado de banana con leche acompañando un enorme pancho caliente.

Estaba en el bar bebiendo un licuado de banana con leche cuando lo vi entrar. Era un hombre que aparentaba tener unos cuarenta o cuarenta y cinco años máximos, pero tenía más de cincuenta y cinco. Un bigote al estilo Alfredo Palacio le daba un aire de soberbia, su tez bronceada y su vestimenta de marcas europeas lo identificaban dentro de una clase social holgada, su expresión me resultó conocida. Fue un instante de ansiosa búsqueda que expresé hasta lograr ubicarlo en mi memoria, habíamos sido compañeros de escuela en el establecimiento La Chacra, como solíamos decir por entonces al colegio secundario Deán Funes. Cuando pasó por mi costado le salí al encuentro.
- ¿Hugo Busso...?
Al principio me miró desconcertado, yo lo hice fijamente, directo a sus ojos, procurando hurgar en su interior. El dio la impresión de hallarme un aire familiar, pero dudaba. Quince años de ausencia terminan por cambiar nuestra apariencia exterior y, con Hugo Busso, hacía treinta años que no nos veíamos, tal vez por eso respondió un poco desconfiado.
- Sí, efectivamente...
- ¡Soy Pablo Ramallo! Fuimos juntos al secundario -expliqué rápido orientándolo en sus recuerdos. Entonces me reconoció, me abrazó espontáneamente y nos sentamos en la misma mesa donde yo ya estaba ubicado, para rememorar anécdotas de nuestra adolescencia.

Si mi pasado pretendía morir sepultado en el tiempo, yo no estaba dispuesto a permitirlo, pensaba luchar para aferrarme con ese encuentro fortuito que venía a revivirlo. El destino había venido en mi ayuda y me sentía feliz.

Hugo comentó que se había casado hacía un montón de años y tenía un puñado de hijos. Era profesor de filosofía en una universidad privada y la vida parecía sonreírle sin grandes problemas a pesar que se quejaba de los salarios indecentes. Yo estuve por explicarle que en Europa los filósofos argentinos trabajan como mozo de bar o limpiando barcos junto el Sena, pero no dije nada y me limité a escucharlo. Después quiso saber sobre mi existencia. Cuando lo preguntó sentí una sombra invadir mi interior. Pensé, que si le comentaba que vivía en Europa y que los últimos quince años había estado viajando de un lado para otro, seguro me haría sentir extranjero como lo hacían todos. El se interesaría más por conocer costumbres y culturas de los países que yo había visitado, no continuaríamos más hablando de nuestras cosas, aún cuando en esa época eran demasiadas antiguas. Tampoco yo tendría la autoridad para hablar del país ni de la ciudad ni del Club Racing, mis palabras no tendrían credibilidad para dar cualquier opinión. Un extranjero puede recrear un evento, asentir o no a una posición local, interrogarse por acontecimientos o resultados, mostrando el punto de vista lejano que da la distancia, pero nunca podrá juzgar lo acaecido como un testigo histórico, como quien los ha vivido.

La ciudad ya había construido su historia sin mi presencia y me hacía sentir mal; entonces decidí mentir. Mentir para salvarme, para sujetarme a esas raíces que estaban cortándose con el tiempo e inventé una historia que pudiera justificar la ignorancia de los hechos acaecidos durante mi ausencia, pero que no me descartaría de la vida de la ciudad. Dije que vivía en un pueblo llamado Paraná de la provincia de Entre Ríos, allí había instalado una ferretería atendida, en ese momento, por mi hijo mayor ¿Y mi esposa? ¡Bah...! Mi esposa era una mujer simple, de la casa, que primero se había ocupado de los hijos y más tarde de los nietos ¿Para qué explicar su profesión de diseñadora de una casa de moda en París? Tampoco lo hubiera creído por mi condición de simple ferretero. Seguramente Hugo pensaría para sí mismo "¡Bastante campesino!". Después de todo era lo que siempre pensaban los capitalinos de la gente del interior.

La mentira era infantil, pero Hugo Busso creyó la historia. Se interesó un poco por la problemática del comercio, por la crisis de abastecimiento y por la mala política de mercado exprimida en los últimos años. Por primera vez no me sentía extranjero en mi tierra y podía reconstruir un pasado tan caro a mis sentimientos sin el hecho de tener que cotejar todo con los sistemas de otros países. Hugo me habló de su trabajo, de sus hijos y hasta me narró una relación simpática, extra conyugal con una peruana, colega de trabajo. Fue allí que decidí incorporar un nuevo elemento a mi mentira, mostrando curiosidad por el pasado. Y, de manera inocente, interrogué.
- ¿Te casaste con Lily?
- ¿Qué Lily...?
- Aquella piba que conocimos en un baile de Río Ceballos y que después salió contigo – Lo dije tratando de refrescar su memoria.
- ¡Sí que me acuerdo! Pero nunca hubo nada entre nosotros, al menos en aquella época... -respondió entrando en un mundo de reminiscencias que no podía ocultar. Acaso no iba a agregar más nada, pero sus pensamientos florecieron de golpe y sonrió con el placer individual de los recuerdos. Entonces comentó- Fue una historia curiosa. Un día desapareció y me enteré que se había casado con un tipo que la llevó a vivir a Europa. No volví a verla hasta varios años más tarde.
- ¿Vos la querías mucho?
- Más que quererla, la deseaba. Ella lo sabía y jugaba con esa situación.
- Afortunado el hombre que se casó con ella. Era linda mujer... –dije.

Tal vez porque el bar de pronto había quedado vacío, el silencio que se produjo se extendió entre nosotros lleno de recuerdos renovados. Lily Rodríguez revivía un pasado lejano y Hugo Busso pareció continuar en su universo, sólo algunos gestos incomprensibles se dibujaban en su cara, como tratando de poner orden en ese pasado que también él mismo revivía. Puede ser que por eso, sin consultarme, solicitó dos cafés al mozo del bar, evitando que nuestro encuentro pudiera darse por finalizado sin haber terminado de evacuar lo que tenía adentro. Y comenzó a evocar :
- Cuatro o cinco años más tarde la volví a ver, fue cuando Lily vino a visitar a su familia. Salimos un par de veces a comer y lo que tenía que suceder sucedió...
- ¿Cómo lo que tenía que suceder sucedió? ¿Te referís a Lily Rodríguez? -interrogué nervioso, porque dentro de mí algunos pájaros oscuros revolotearon sin horizonte.
- ¡Y sí...! Nos transformamos en amantes de paso. Cada vez que ella regresaba para visitar a su familia me hablaba por teléfono y nos volvíamos a encontrar -Lo dijo sin procurar dar una connotación importante al hecho, pero pareció reflexionar un poco más y agregó- Lo nuestro no podía tener futuro, ambos éramos casados y no estábamos dispuestos a modificar una vida ya construida. Esa relación duró diez o doce años, hasta que nos alejamos para siempre y no volví a verla más. Creo que terminó instalándose en Roma.

Largué una carcajada sin motivo que no supe explicar. Es posible que Hugo haya sentido mi risa por su historia clandestina de amor, de esa relación que habían tenido en episodios con la bella Lily, o por el miedo de los amantes de no confrontarse a otra manera de vida. Lo cierto es que me miró absorto o desconcertado. Luego, él también se puso a reír, pero no comentó nada.

Lily Rodríguez había sido una especie de diosa profana en nuestra adolescencia. Yo la consideraba mi primer amor juvenil. Al principio, pasábamos la mayor parte del día los tres juntos, íbamos al cine, al baile o nos sentábamos en el umbral de la puerta de su casa todas las tardes; después Lily comenzó a separarnos. Las salidas se volvieron de a dos, situación que nos llevaba a creer que ella estaba enamorada del otro, y entre nosotros se produjo una disputa no dicha. Entonces nos fuimos apartando poco a poco hasta que dejamos de vernos definitivamente, pero siempre unidos por el puente que representaba Lily.

Un día tomé coraje, le dije que estaba enamorado y con Lily nos volvimos novios de plazas en penumbras y de pasillos solitarios. Otro día le pregunté qué pasaba con Hugo, pero ella respondió con una carcajada y yo me quedé con un aire de idiota como si me hubieran interrogado por la teoría evolucionista de Darwin o el teorema de Castillón. Yo terminé insultando mentalmente a Hugo, diciéndome que a un amigo no se les hacía eso. Algunos meses más tarde me repetía lo mismo, que a un amigo no se le hacía eso, y corté con Lily aún cuando ya había aprendido a quererla y que me costaba olvidar lo que ya había aprendido.
El bar continuaba casi vacío y se prestaba a las confidencias. Acaso por eso fue que Hugo Busso me explicó de manera cómplice su relación con ella, con la satisfacción de una venganza tardía o la complacencia de quien podía compartir un secreto con alguien que también conoció a Lily.

Hugo estaba feliz, exteriorizando su triunfo sin ningún reparo, porque él representaba la vida conquistada a todo nivel, una familia sólida, una profesión brillante y el sabor dulce de haber tomado posesión del cuerpo tan deseado de nuestro amor de adolescencia. Para mí fue diferente, algo se había quebrado en ese pasado al cual me ataba y una duda me atravesó el pensamiento como una flecha ¿Hasta qué punto el pasado podía influenciar el presente? ¿Qué era el destino sino la concreción de lo fortuito? Esa mañana yo había salido para remontar el tiempo, avivar la memoria, revivir antiguas vivencias que me sirvieran para comprender mejor la vida, pero ¿de dónde me venía esa necesidad de hurgar en el pasado, como si buscara allí un punto de apoyo para saltar hacia el futuro?

Estaba en pleno cabildeo existencial cuando Hugo Busso me interrumpió para completar el panorama idílico de su aventura y que, a lo mejor, para ellos también había sido una necesidad de amar y ser amados.
- Lily era una buena amante, y si algún día la vuelvo a cruzar trataré de retomar esa relación magnífica que vivimos, tan salvaje como secreta- dijo a modo de conclusión. Pero ya había algo en sus palabras que manchaban cualquier sentimiento y me cansé de escuchar su confesión triunfalista. Me levanté sin haber finalizado el café y decidí volver a casa ya cansado de la ciudad, de sus anécdotas y de todos los antiguos amigos que no había llegado a ver.

Tomé un taxi, porque fue como si el tiempo comenzara a urgir en mis entrañas, ya estaba cansado de mi ciudad, deseando regresar de nuevo al exilio. Cuando entré en el comedor de casa, mi hijo me ofreció un vaso con vino como aperitivo y luego mi mujer se acercó a nosotros trayendo un plato con fiambres y quesos cortados en pequeños cuadraditos. La contemplé fijo y un torbellino de preguntas se acumularon en mi mente; tal vez tuve deseos de comentarle mi encuentro con Hugo Busso, el compañero de la escuela secundaria, no sé. Acaso a veinticinco años de matrimonio uno podía continuar enamorado de su esposa aún cuando el amor muchas veces duele en la espalda. Recuerdo que la miré hasta con curiosidad, pensando que cuando se corta con el pasado, recuperarlo se vuelve una actitud desesperada y no siempre es mejor que la sensación de sentirse extranjero en su propia ciudad. Mi esposa mantenía aún los restos de su belleza pagana y salvaje, la soberbia que fabrica el conocimiento del mundo y su profesión liberal. Tuve ganas de reír. O acaso de llorar, no lo sé. Pero ella sintió mi mirada que buscaba inquisidoramente el corazón de sus pensamientos y me preguntó.
- ¿Qué te sucede? ¿No te sentís bien...?
- No es nada Lily... no es nada...  ¡Ya pasará!